Pájaros en la cabeza



 Extracto de la novela «El sueño de Agnódice».




—¿Qué haces? ¿Por qué no estás acostada? 
—¿Te has enterado, Kissa?
—¡Chist! No grites, todos duermen. No, no me he enterado. ¿Qué ocurre?
—Mi tío Eurípides viene para las fiestas de la ciudad. ¿No es maravilloso?
—Sí que lo es. Es un hombre bueno y muy sabio.
—¡Cierto, Kissa, lo es! —dije, mientras volvía a emprender mi corto recorrido por la habitación—. ¿Crees que traerá nuevos rollos con dibujos? 
El semblante de Kissa me dio a entender que me había equivocado al hacerle esa pregunta. 
—¿Cómo lo voy a saber? En cualquier caso, si así fuera, sabes que no debes insistir en verlos. Tu padre te prohibió que te interesaras por esas cosas, y cuando se enteró de que lo desobedeciste en la última visita de tu tío, te castigó severamente por ello. Por si fuera poco, sabes que también puedes causarle problemas a Eurípides: se desvive por complacerte y eso le acarrea muchas disputas con tu padre.
—Pero, Kissa, si no es así, ¿de qué modo podría saber cómo somos por dentro y todas esas cosas de Medicina tan fascinantes? 
—¡Ay que ver! ¿Y para qué querrías tú saber eso? 
—Porque algún día, no sé cómo ni cuándo, yo también seré médica, Kissa.
No supe de dónde había salido aquella idea, pues desde que tenía uso de razón conocía de antemano el futuro que me aguardaba: como el resto de las niñas de buena familia, sería educada para el mantenimiento correcto del hogar de mi esposo; contraería matrimonio con un buen hombre griego, al que debía darle hijos varones que luego heredarían su patrimonio; criaría a mis retoños y, más adelante, en el crepúsculo de mi vida, tal vez tendría la suerte de seguir haciendo lo mismo con mis nietos. Y aunque todo eso debía sonarme conveniente, yo, en medio del halo de inconformismo que siempre me rodeaba, no encontraba el placer en nada de aquello que los demás ambicionaban para mí.
Viéndolo con la perspectiva que ofrece el tiempo, puede que aquel fuese el momento exacto en que en el fértil terreno donde se desarrollaba mi imaginación comenzara a brotar el que sería el mayor sueño de mi vida: ser médica de las mujeres.
Kissa tenía una mirada hierática posada en mí. Tras dos lentos pestañeos, la tristeza acudió a sus ojos y acabó con la ambigüedad. 
—Acuéstate de una vez, Agnódice. 
Su tono era ahora pausado y melancólico, así que no me hice de rogar. Una vez me hube acostado, se sentó en el borde de mi cama y comenzó a taparme con el cobertor.
—Sabes que no debes decir esas cosas. 
—¿Por qué, Kissa?
—Porque los sueños de una mujer no deben salir de su cabeza. Créeme, pequeña, así te ahorrarás muchos disgustos. 
—¿Tú no tienes sueños, Kissa? ¿No deseas nada en el mundo? ¿Solo… esto?
Me miró como si no comprendiera, pero luego respondió:
—Tal vez los tuve, como todo el mundo, supongo… Pero ya no pierdo el tiempo con sueños imposibles: prefiero vivir en el mundo real. 
Era evidente que quería culminar nuestra conversación con aquella frase, pero debió notar la sorpresa en mi cara, ya que dejó escapar una larga exhalación antes de continuar hablando.
—Agnódice, los sueños son como los pájaros: siempre luchan por salir, pues no encuentran la felicidad en el encierro. Soñar, por tanto, es para los hombres, que tienen cabezas sin rejas para que sus aves puedan crecer, alzar el vuelo y ser libres. Por lo tanto, es mejor que nos conformemos con aquello a lo que sí podemos aspirar. Ya ves, mis aspiraciones están cumplidas, pues tengo todo lo que una mujer podría desear. Espero que eso por fin responda a tu pregunta.
—¿Y qué eso, Kissa? No te ofendas, pero ¿qué puedes tener tú, siendo esclava, tan valioso como para no tener necesidad de soñar más? 
—Pues… una familia a la que cuidar y que me cuida, una vida tranquila en la que no me falta de nada… y a una chiquilla preguntona e impertinente que busca cualquier motivo para no irse a dormir, pero que me llena el alma de alegrías, así y todo. ¡Y quiero que siga siendo de este modo! Así que, Agnódice, mejor y no te metas en líos esta vez.
—Hasta cuando me regañas eres buena, Kissa, y por eso te amo —dije, incorporándome para abrazarla.
—Mocosa aduladora… Prométeme que no vas a pedirle a tu tío que te enseñe sus rollos médicos. Debes entender que los trae para otras personas, no para ti. Por mucho que te seduzcan, no debes hacerlo. En caso de que decidas desobedecerme, me veré en la obligación de decírselo a tu padre. Lo sabes, ¿verdad Agnódice?
Suspiré profundamente como toda respuesta. Ella sonrió y acarició mi cara con su habitual ternura.
—Ahora duérmete. Morfeo debe estar a las puertas de esta casa y tú siempre lo haces esperar. 
Besó mi frente, apagó la llama de la vela de un soplido, y salió sin hacer ruido. 
Escuché el sonido de sus pasos hasta que se perdieron a través del corredor. Entonces me giré de costado y deseé que no recordara que, pese a su insistencia, jamás llegué a verbalizar la promesa que esperaba.


Rosaura Hernández Soto

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